Un día, en medio de la desesperación y el desamparo, María decidió emprender una caminata por las vías del tren. Habían pasado muchos años desde que se había extraviado, desde que había perdido el camino de vuelta a casa. Con lágrimas en los ojos y el corazón lleno de incertidumbre, dio el primer paso tembloroso en aquellas vías que parecían ser su única ruta de escape.

Caminó kilómetros y kilómetros, con la esperanza latente en su pecho de encontrar a alguien que la guiara de regreso, que le tendiera una mano en medio de la oscuridad en la que se encontraba sumergida. Sus pies descalzos sentían el frío del metal bajo ellos, pero su determinación era más fuerte que cualquier incomodidad física. Sabía que debía seguir adelante, que no podía rendirse.
El sol comenzaba a esconderse en el horizonte, teñendo el cielo de tonos anaranjados y rosados. María sentía el cansancio en cada músculo de su cuerpo, pero se negaba a detenerse. Sus ojos recorrían cada rincón, buscando desesperadamente alguna señal de vida, alguna luz que le indicara que no estaba sola en aquel lugar inhóspito.

Fue entonces cuando escuchó un ruido a lo lejos, un sonido que rompió el silencio de la tarde. Miró en dirección al origen del sonido y vio a lo lejos una figura acercándose a ella. Su corazón dio un vuelco de emoción, sintiendo que finalmente su súplica por ayuda estaba siendo escuchada.
La figura se acercó a paso veloz, y pronto María pudo distinguir que era un hombre de apariencia amable y compasiva. Le tendió la mano con una sonrisa cálida en el rostro y le dijo: “¿Necesitas ayuda, amiga? Estoy aquí para acompañarte en tu camino de regreso”.

María no pudo contener las lágrimas de alivio y gratitud. Por fin, después de años de extravío, había encontrado a alguien que le ofrecía su ayuda desinteresada. Tomó la mano del hombre y juntos emprendieron el camino de vuelta, con la esperanza renovada en sus corazones y la certeza de que nunca más estaría sola en su travesía.